sábado, 8 de agosto de 2015

OPINIONES Y RECUERDOS DE RAMÓN J. SENDER

       [Extracto del libro de Marcelino C. Peñuelas Conversaciones con R.J. Sender (1970), incluido en el número 26 de nuestra revista AMOR Y RABIA publicado en septiembre de 1996.]

EN MADRID, A LOS DIECISIETE AÑOS. ESTUDIOS. PRIVACIONES

—Háblame de ti… Algo de tu adolescencia.
—Me escapé de casa a los diecisiete años. Había peleado con mi padre y me escapé de casa. Y desde el mes de marzo de 1918 hasta mayo o junio estuve sin domicilio en Madrid. Dormía en el Retiro, en un banco. Toda mi hacienda consistía en un peine y un cepillo de dientes. Como aún no tenía barba no necesitaba afeitarme. Me lavaba en una fuente renacentista de mármol que estaba en el Retiro, en lo que entonces se llamaba la Hoya, cerca de la puerta de la calle de Alfonso XII. Y en las duchas del Ateneo, a donde iba diariamente a escribir cartas, artículos y cuentos. Porque aunque parezca extraño vivía de la pluma. No me daba para domicilio, pero sí para alimentarme.

—Lo pasarías muy mal. ¿Comías lo suficiente?
—Pues, hombre… La prueba es que sobreviví.

—Por entonces asistías a la Facultad de Letras, ¿no?
—Era el primer año que fui a la universidad. Fue el año de la gripe, el de la famosa epidemia europea. Y se cerraron las universidades desde el mes de enero hasta fin de curso por la gripe.

ÉPOCA DE LA MONARQUÍA Y LA REPÚBLICA

—Dime algún recuerdo concreto de los tiempos de la conspiración contra la monarquía.
—Pues hombre… Hacia 1930 andábamos en conspiraciones y tuve algún incidente con Alcalá Zamora. Recuerdo una noche en su casa del Paseo del Cisne. Habíamos discutido antes, aunque nunca en el terreno personal. Aquella noche yo representaba a algunos grupos de acción. Solíamos ponerle condiciones en nombre de los sindicatos y teníamos con él autoridad porque éramos los que hacíamos las cosas. Pero nos tenía recelo y miedo. Digo miedo político. Aquella noche, con la mano abierta en el aire, me dijo: «No me pidan ustedes nada, porque…» Y comenzó a hacer consideraciones jurídico-morales de esas en las que suelen abundar los abogados-políticos. Yo le interrumpí diciendo: «Pero señor Alcalá Zamora, lo único que le vamos a pedir nosotros cuando quede implantada la república es que nos blanquee las celdas de las cárceles, porque nos van a meter ustedes allí otra vez.»

—¿Qué era entonces Alcalá Zamora?
Presidente de un comité republicano…

—Y tú serias muy joven entonces.
Pues no sé… Tendría unos veintisiete años.

—¿Pertenecías a algún partido o grupo?
—No, a la Confederación Nacional del Trabajo (CNT). Yo era un elemento de enlace entre la Federación Local de Sindicatos de Madrid y la Confederación Regional de Cataluña. Más de una vez se ha hecho una huelga general en Cataluña con la orden que yo telefoneaba por clave. La recibía Progreso Alfarache, secretario entonces de Solidaridad Obrera, cuyo director era Peiró. Ya murieron los dos. A Peiró lo fusilaron en Valencia y Progreso Alfarache murió hace poco en México.

—Te meterías en muchos líos. ¿Cuántas veces estuviste en la cárcel?
—¡Oh! Una sola. Aprendí pronto los tientos de la conspiración y no me volvieron a atrapar.

—¿Cuánto tiempo estuviste en la cárcel?
—Unos tres meses…

—Por entonces escribiste Imán, ¿no? Yo he oído decir que lo escribiste en la cárcel.
—No, no. Eso sería romántico, pero tampoco es verdad. Lo escribí después de salir de la cárcel.

—Tú no perteneciste entonces a ningún partido político…
—No, nunca.

—Pero te atraía algo, en términos generales, el socialismo ruso, ¿no?
—Sí. En aquella época… Durante algo más de un año estuve trabajando muy cerca de ellos, casi como si fuera miembro del partido. Pero no lo fui nunca. ¿Cómo podría serlo?

—Te repugnaría, naturalmente, el régimen totalitario.
—No había nada de veras revolucionario en ellos. Ni siquiera marxista. En su acción revolucionaria la Confederación Nacional del Trabajo era más marxista que ellos. Cuando me di cuenta de eso me decepcioné. Ellos ya lo esperaban.

—Luego, con la República…
—En el tiempo al que me refiero había venido ya. Los dirigentes de la República eran muy débiles y cuando probaban a ser fuertes actuaban contra el pueblo. Se debía a que la mayor parte habían sido educados bajo la monarquía y trataron de ser ministros con el rey. Alcalá Zamora lo fue. Azaña lo habría sido si hubieran ofrecido el poder a su partido reformista.

—No tenían, según tú, nada de revolucionarios.
—No, nada.

—¿No se salva nadie, en tu opinión?
—Nadie.

CASAS VIEJAS

—Lo de Casas Viejas, tu reportaje de los incidentes, fue una especie de «yo acuso», ¿no?
—Sí. Eso costó a Azaña el poder. Tuvieron que dimitir y vinieron los de Lerroux. Luego, en sus círculos, me acusaban a mí, como si yo fuera el culpable.

—Al parecer tu denuncia trajo serias repercusiones políticas.
—Se publicó primero en crónicas en La Libertad, y luego en un libro. Yo intervine involuntariamente en el declinar republicano al denunciar los hechos de Casas Viejas con pelos y señales. Por cierto, jugándome la piel, porque fui a Casas Viejas y los reaccionarios querían incendiar la casa donde dormía. La guardia civil, que en aquel desventurado episodio se condujo noblemente, me respetó y protegió. No habían tenido parte en la represión, que fue cosa de los guardias de asalto. Debo hablar bien de la guardia civil, y lo hago con gusto. Yo denuncié los hechos, como te digo. Se levantó una gran polvareda y el gobierno de Azaña tuvo que dimitir. La verdad es que una república que era capaz de hacer lo de Casas Viejas no podía sobrevivir.

—¿A qué crees tú que se debieron los errores fundamentales de los políticos republicanos?
—Eran casi todos hombres de estructura monárquica y tradicionalista, como te he dicho, y habrían sido buenos ministros con el rey.

LA GUERRA CIVIL

—Tu mujer murió al principio de la guerra, según dices en Contraataque.
—A mi mujer la fusilaron, en Zamora, el 10 de octubre del año 1936. Yo me enteré de esto en enero de 1937, cuando me trajeron la noticia. Al quedar mis hijos desamparados en Zamora quise ir a recogerlos, el gobierno me dio permiso y fui a Francia.


SENDER Y EL ANARQUISMO

—En tu juventud sentías gran simpatía por el anarquismo, ¿no?
—Sí, desde muy joven, desde casi la adolescencia. En España, el que a los veinte años no es anarquista es que es tonto. Yo admiraba a algunos anarquistas, Ascaso, Durruti, Escartín, que era muy amigo mío, y algunos otros. Hacían cosas esplendidas.

—Había, al parecer, algo místico en ese anarquismo, a pesar de la violencia, ¿no es verdad?
—Sí, desde luego. Mi grupo anarquista, por ejemplo, que se llamaba «Espartaco», estaba formado por gente muy buena. Éramos siete, y seis han muerto ya, algunos en acción, uno como comunista, pero los otros todos como anarquistas. Yo soy el único superviviente, y la verdad, no comprendo cómo he sobrevivido, porque he arriesgado la piel muchas veces.

—¿Qué edad tenías entonces?
—Unos veintisiete años, al final de la Dictadura. Entonces yo comenzaba a sentirme decepcionado por la falta de sentido práctico de los anarquistas. Había una desproporción tremenda entre el heroísmo que derrochaban y la falta de eficacia de lo que conseguían.

—¿Te separaste del grupo anarquista porque no estabas de acuerdo con la violencia, con los asaltos de bancos y demás?
—¡Oh, no! Eso no. Con eso estuve siempre de acuerdo. Yo creo que cuando un régimen es despótico, como la monarquía de entonces, el único recurso que queda es la acción violenta. De modo que eso me parecía bien. Y yo continuaba cerca de Solidaridad Obrera y de la CNT. Más tarde me acerqué a los comunistas. Pero la aproximación duró poco.

—¿Cuándo comenzaste a separarte, a distanciarte, de los comunistas?
—De los comunistas, inmediatamente de comenzar la guerra. Yo vi que empezaban a matar trotskistas, y los trotskistas eran amigos míos, gente mejor que ellos. Y no eran trotskistas, realmente. Era gente del POUM, el Partido Obrero de Unificación Marxista de Cataluña, que la gente decía eran trotskistas, pero se habían distanciado ya de Trotski. Yo hablé con Trotski de eso más tarde, en México, y Trotski hablaba mal de ellos. Trotski era un pedante de la revolución, un académico de la revolución, que no había salido todavía del año 17, de octubre de mil novecientos diecisiete. Y era de una vanidad pequeño-burguesa increíble. Eso es lo que le perdió y le causó la muerte, porque tenía dos o tres aduladores alrededor que le llamaban ‘maestro’, y él se abandonaba y confiaba. Recuerdo la primera vez que estuve con Trotski. Él había leído libros míos en ruso, lo que demuestra que era un buen político a quien no le pasaba desapercibido nada. El primer día que hablé con él me preguntó quién era el autor del prólogo de uno de mis libros, cómo pensaba, cómo vivía, etc. Y estaba tomando notas. Porque vio por la manera de escribir que no era un adicto incondicional de Stalin.

—Entonces vino la época de la sangrienta persecución de que hablas de forma bastante clara en Ariadna, ¿no?
—Sí. Yo siempre he tenido amigos cerca de los sitios clave. Y en esa ocasión, como más tarde en México y hasta en Nueva York, no faltaba alguien que viniera a avisarme. Y me dijeron que había una lista con nombres de personas que consideraban enemigos irreconciliables de Stalin. En esa lista estaba yo. Y claro, yo planteé la cosa un día que atrapé a tres o cuatro juntos en el Quinto Regimiento, entre ellos a… Bueno, no quiero decir nombres. Planteé la cosa directamente. Y me salvé un poco de milagro. Y se salvó un escritor cuyo nombre no digo porque vive todavía, a quien se quisieron cargar. Hubo cosas siniestras. Lo curioso es que toda aquella gente que iba a eliminarnos a nosotros, a los intelectuales discrepantes, a todos, sin una sola excepción, los fusilaron al volver a Rusia. Pobre gente. Stalin decidió que eran peligrosos porque llevaban consigo costumbres occidentales y tenían secretos sobre su política. Stalin era un paranoico.

—Pero tú, en vez de disimular y escurrir el bulto, has escrito en Los cinco libros de Ariadna cosas tremendas del terrorismo comunista. Lo has dicho todo. ¿No te ha ocasionado eso ningún peligro?
—Pequeñas molestias. Cuando doy conferencias públicas, siempre hay en la última fila cinco o seis burócratas que van a tratar de confundirme. Hablan entre sí, me miran y sonríen, ríen a carcajadas… La primera vez me impresionó un poco. Pero después ya sé lo que pasa y no me inmuta. Es un truco femenino del cual ya habla el Arcipreste de Talavera en el Corbacho… Que hagan ahora burócratas del Partido Comunista lo mismo que hacían las mujeres de tiempos del Arcipreste de Talavera no es muy revolucionario que digamos. Pero así es todo. Espero que un día me dejen en paz. Las cosas hoy van cambiando.

—El acontecimiento que más influencia ha tenido en tu vida ha sido la guerra civil, ¿no es así? Bueno, eso es natural. Pero ¿crees que después de la guerra has cambiado de dirección, que escribes de forma distinta?
—Dejé de escribir una literatura de combate inmediato para escribir una literatura, por decirlo de un modo un poco absurdo, de iluminación.

—Desde luego, en un nivel social. ¿Con ramificaciones políticas?
—No. No creo. Yo no he estado nunca en ningún partido.

—Ramificaciones políticas en el sentido más amplio de la palabra.
—No. Lo político es lo que se puede referir a los intereses de un partido que busca el poder. Y no hay nada de eso.

—Pero yo usaba el término en un sentido mucho más amplio.
—No lo veo. Lo político es lo político.